martes, 21 de octubre de 2014

Capítulo I

Metí la mano en el bolsillo de mi pantalón. Necesitaba asegurarme de que el billete de cinco euros aún seguía dentro de él. Ese arrugado trozo de papel era cuanto me quedaba para terminar la semana.
Caminaba a paso lento por el Paseo de Consolación. A principios de abril, el sol mañanero comienza a calentar por el sur de Andalucía, desterrando el agarrotamiento anquilosado en los huesos y articulaciones durante los meses de invierno. Bajo aquellos primeros rayos primaverales, olvidé, por un segundo, como en el último año había arrojado mi vida al cubo de la basura, sin reciclar. Deseché los pensamientos que aniquilaban mi cabeza, como si llevara adosada a ella una ametralladora que proyectaba, cada poco, augurios catastróficos de un futuro incierto. Por unos instantes necesité olvidar la separación, y cómo saldría adelante con dos hijos, desempleada, sin formación y superados ya los cuarenta.
En verdad, necesitaba evadirme un poco de los problemas propios y de los endosados. Pensándolo bien, quizás ese fue uno de los motivos por el que no opuse demasiada resistencia ante la invitación de mi amiga Sherezade cuando me llamó por teléfono la noche anterior.
—Necesito que nos veamos: no me encuentro bien. ¿Te apetece que desayunemos juntas mañana?
Noté cierta agitación en el tono de su voz. La conocía bastante bien, al menos eso creía yo por aquel entonces, y enseguida sospeché que algo le ocurría.
—No puedo, Ade.
Los familiares y amigos, a excepción de su marido, Pedro, la llamábamos con el nombre acortado. Ella prefería que lo hiciéramos así, lo sentía más cercano, menos formal.
—Hazlo por mí, Cati: estoy fatal, necesito hablar con alguien, y nadie mejor que tú.
—Pero…
—No te preocupes, yo te invito.
—No, Ade, ya basta de invitaciones, pareces mi benefactora.
—Sólo quiero que estés conmigo, Cati, lo demás no importa: es sólo dinero.
«¿Es sólo dinero?», pensé. Entonces, como una revelación divina, comprendí de golpe la famosa Teoría de la Relatividad de Einstein.
Durante unos segundos se produjo un silencio pesado entre las dos. De un lado, yo buscaba alternativas no monetarias. Por el suyo, mujer paciente y respetuosa, acostumbrada a medir cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, quiso darme tiempo para la reflexión.
—Por favor, Cati, por favor… —Me alertó tanta insistencia.
—Muy bien —cedí a regañadientes—. Pero voy desayunada de casa.
—Ni se te ocurra —replicó tajante—, ya sabes cuánto odio comer sola.
—De acuerdo… Dejo a los niños en el colegio y nos vemos.
—¿En la Taberna Irlandesa a las nueve y cuarto…?
—Sí. Quien llegue primero espera.
—Hasta mañana. Descansa. ¡Ah!
—Dime.
—Que te quiero.
Sonreí.
—Lo sé, tonta, lo sé.
Así que, a la hora señalada, como el título de la magistral película protagonizada por Johnny Depp y Christopher Walken, llegué a nuestro punto de encuentro. De inmediato, realicé un rápido barrido visual por la terraza de la cafetería. Supuse que no habría llegado aún. Sin embargo, para cerciorarme, entré y le pregunté a Mari, una de las camareras, y, en efecto, lo corroboró:
—No, no ha venido todavía. ¿Quieres ir pidiendo mientras, Cati?
—No, gracias, prefiero esperarla.
Volví a salir y ocupé una de las mesitas. La agradable temperatura invitaba a permanecer fuera, además, desde mi posición, podía observar El Paseo en su pleno apogeo. Frente a mí, el verde de los árboles, cuyas copas parecían entrelazarse unas con las otras; además, la brisa matutina traía a bocanadas el perfume a azahar de los naranjos situado a mi espalda. Por momentos, la paz añorada en los últimos tiempos de guerra conyugal regresaba a mi vencido interior.
Por más que aquella bella estampa se repitiera cada comienzo de primavera, no dejaba de maravillarme. Daba la impresión de que los habitantes de Utrera, abandonaban el letargo invernal para reaparecer con renovado vigor y alegría. Resultaba curioso observar como la mayoría de los que por allí deambulaban podían dividirse en varios grupos bien definidos. Por un lado, los de mujeres jóvenes que, enfundadas en ropa deportiva ajustada, trotaban a buen ritmo. En contraposición a estos, los formados por las señoras veteranas en eso de bajar los niveles de colesterol en sangre, cuyo caminar comenzaba a ser cada vez más cadencioso. No menos pintoresco me parecían los conjuntos de hombres ya jubilados, quienes más que prestar atención al deporte, centraban las energías en criticar al gobernante de turno. Estos siempre llevaban tras ellos un par de perrillos de tamaño pequeño que seguían con dificultad a sus dueños. De vez en cuando se colaba en la escena alguna que otra joven con diminutos reproductores de música en las manos, al tiempo que practicaba jogging; y no pocas parejas de corredores. En definitiva, mucha vida.
De todos ellos, el que más atrajo mi atención fue el compuesto por unas señoras de edad bastante avanzada. Calculé que algún científico loco las había clonado, queriendo buscar a la abuelita ideal. Todas lucían cuerpos rollizos. Llevaban el pelo, además de corto y rizado, teñido en un futurista tono gris-violáceo. Sin embargo, lo más curioso en ellas no radicaba en el color de los cabellos, sino en la indumentaria, que como buen uniforme, debería componerse de: rebeca, falda por debajo de las rodillas, medias y zapatillas deportivas. De inmediato decidí que quería ser como ellas cuando llegara a esa edad sabia, edad en la que todo se relativiza.
Mientras contemplaba la singularidad de la fauna paseante, a lo lejos, como surgida de la nada, comencé a vislumbrar la silueta curvilínea de Sherezade. Por la forma de contonearse al caminar, su figura destacaba entre la multitud de gente que baja hasta el Santuario de Consolación.
Sherezade poseía una evidente hermosura de otra época. Le gustaba embutirse en vestidos insinuantes o faldas ajustadas, jamás llevaba pantalones. Solía calzar tacones de vértigo, que conferían aún mayor sensualidad a sus movimientos. Pese a la altura inusual y al físico exuberante, lo que destacaba en su belleza, por encima del resto de virtudes, era la cabellera de rizos negros, larga y frondosa.
Cuando se acercó, me levanté para abrazarla. Siempre me inspiraba ternura.
—¡Ay! ¿Qué le pasa a mi niña?
Sherezade dibujó un gracioso mohín en su cara, como si quisiera poner pucheros.
Pese a ser mayor que yo en centímetros y en edad, en esos momentos la sentía como a una hermana pequeña y desprotegida. La achuché con dulzura durante unos segundos.
—Vamos, siéntate —le pedí.
La camera se acercó, y pedimos nuestros respectivos desayunos.
—¡Qué buen día hace! ¡Uy, Dios, cómo huelen estos naranjos! —dijo Sherezade, respirando la belleza del lugar.
—Sí. Es maravilloso. Somos afortunadas por poder disfrutar del Paseo en esta época del año.
La camarera depositó en la mesa los dos cafés y las tostadas.
Noté que mi amiga quería comenzar a irse por las ramas.
—¿Qué te ha pasado? —pregunté para que se centrara.
—Nada.
—Pues eso no es lo que parecía anoche.
—Nada, sólo que soy idiota.
—¿Por qué te hablas así, mujer?
—Para empezar, no debería ser tan egoísta.
La miré inquisitiva.
—Sí, no me mires de ese modo. Estoy aquí contándote mis problemas sin tener en cuenta la situación tan difícil por la que estás pasando.
—No te creas, me viene bien despejarme un poco. —Intenté que no se preocupara por mí—. Anda, dime, ¿qué te pasa?
—No lo sé… No lo sé… Soy idiota… No tiene otra explicación.
—A ver, ¿por qué eres idiota?
—Porque lo tengo todo. —Asentí con la cabeza—. Estoy casada con un buen hombre, mis hijos estudian en las mejores universidades del mundo, tenemos un piso precioso, otro en Rota, además de la herencia de mi familia materna. Pedro gana dinero suficiente para vivir con holgura. Se nos aprecia entre nuestras relaciones sociales y tengo amigas con las que siempre puedo contar. Salud… No puedo pedir nada más.
—¿Y por eso eres idiota?
—Sí, por no valorarlo.
—¡Claro que lo valoras, mujer! Ahora mismo acabas de hacerlo.
—Entonces, ¿por qué me siento tan triste y desdichada?
—Pues… Tendrás otros motivos… Poseer cosas no implica que la felicidad esté incluida en el lote.
—Entonces, ¿qué da la felicidad?
Sonreí.
—Ojalá hubiese encontrado la fórmula mágica. No lo sé. Si lo supiera… —Reí—. Si lo supiera sería la gurú de la dicha y el bienestar, y me dedicaría a impartir conferencias por el mundo entero.
—También es verdad. —Rio. Sin embargo, el destello en sus ojos se apagó de nuevo—. ¡Ay, Cati! ¿Por qué me encuentro tan mal? Desde que se fueron mis hijos doy vueltas por la casa como un alma en pena. No hay nada que limpiar, nada que recoger. Ya sabes que Pedro se queda muchas tardes en la oficina. Algunas veces, no te ofendas, me aburre quedar con amigas. Me pesa, no te imaginas cuanto, la misma rutina de todos los días. Sólo quiero tirarme en el sofá, comer, ver programas tontos en televisión, hasta que pierden su sentido. Ya me asquean hasta las redes sociales de internet.
Creí entenderla.
—Es normal, Ade, a muchas mujeres les sucede lo mismo. Han dedicado las vidas a los hijos, el marido, la casa… Así que cuando estos se hacen mayores y abandonan el hogar, descubren de golpe que sus propias existencias están carentes de sentido. Se han volcado tanto en los demás, que han descuidado su jardín.
—En parte tienes razón, Cati, pero… No me sucede exactamente eso. —Clavó los ojos en mí, y acercó la cara, para que nadie pudiera escuchar sus palabras—. Hay mucho que tú no sabes, ni tú ni nadie, y necesito contarlo a alguien.
—Somos amiga, sabes de sobra que puedes confiar en mí.
—Necesito hacerlo, Cati. Necesito confesarte un secreto que tengo enmarañado en la mente.
Miró el reloj.
—¿Tienes prisa?
—No, Marcos recoge hoy a los niños del comedor. Les toca tarde de papi —dije con un hilo de amargura que Sherezade no captó.
—Te invito a comer. Pedro no vendrá hoy hasta tarde, y quiero tenerte para mí el día entero. ¿Te apetece que vayamos a Sevilla? ¡Cuántas veces hemos dicho que tenemos que pasear por la calle Betis cuando los naranjos estén en flor! Pues… ha llegado el día.
La miré sorprendida. Colocó las manos juntas, como si rezara
—Por favor…
Volví a meter la mano en el bolsillo, saqué el billete de cinco euros arrugado.
—Guarda eso. Te vienes y ya está.

13 marzo 2013, 13:10 

domingo, 21 de septiembre de 2014

Capítulo II


Fuimos hasta la estación de trenes dando un agradable paseo matutino. No tuvimos que esperar, ya que el Cercanías con destino a la capital andaluza nos aguardaba en el andén principal. Así que compramos los billetes y accedimos a él.
Una vez dentro, nos sentamos una frente a la otra; y ambas, al lado de la ventana. Llamaron al teléfono móvil de Sherezade. Rebuscó en el bolso hasta encontrarlo:
—Es Pedro —me informó con una sonrisa.
Mientras hablaba con su marido, y le explicaba que íbamos a pasar el resto del día en Sevilla, me dediqué a escudriñar su rostro, como si nunca antes hubiese reparado en él. Sherezade me parecía una mujer bastante guapa, y no menos atractiva. Sin embargo, no podría discernir si la visión de dicha belleza, se debía al inmenso cariño que le profesaba, o era fruto de la objetividad.
Me detuve en las cejas, lo primero que llamaba la atención en su cara, y que le conferían gran personalidad. Eran negras, arqueadas, marcadas y finas, sin excesos, sin perder su forma; se me recordaban a las de Joan Crawford. Bajo, estas, unos ojos de un chocolate intenso, antiguos, profundos; siempre, amparados por unos párpados cansados por la edad, que terminaban en una fila frondosa de pestañas. Poseía un cutis limpio y claro. Aunque ya no conservara la frescura y la lozanía de años atrás, continuaba viéndose saludable y bien cuidado. El paso del tiempo, comenzaba a surcar una hilera de arruguitas sobre las mejillas sonrosadas. En medio, la nariz, fina y recta, elegante, de recio abolengo. Los carnosos labios poseían el color y la frescura de las fresas en primavera. A Sherezade le gustaba ir siempre bien maquillada y peinada; de hecho, solía dedicar bastante tiempo al cuidado de su aspecto.
En esa ocasión, como en tantas otras, me pregunté de cuál de los dos progenitores habría heredado el físico. Nunca los había visto en persona, por lo que no podía juzgar por mí misma. Sherezade sólo conservaba una fotografía añeja del día de la boda de sus padres. Y a eso había que añadir, que a ella no le agradaba sacar el tema de su familia. Algo enquistado en su interior le causaba un daño que no le gustaba mostrar.
—Mi madre murió cuando yo aún no había cumplido los seis años, y poco recuerdo de ella; salvo que siempre estaba en cama. Alguna vez escuché a Aadina murmurar que había muerto de pena. Supersticiones, supongo. Sin embargo, opino que debió enfermar de algún tipo de cáncer —explicó un día.
Del padre prefería no hablar, salvo en contadas ocasiones, y bajo los efectos embriagadores de alguna copilla.
«El patriarca regresó al pueblo». Esa era la sentencia que tenía en los labios cuando alguien le preguntaba por él. Sin embargo, una vez me confesó entre lágrimas:
—Algo tuve que hacer, no sé cuándo ni cómo ni dónde, que a él le disgustó sobremanera. Si no, no puedo comprender la indiferencia hacia mí —se lamentó un día, tras pasarse con unos vinos—. Sé que es de carácter agrio, seco y recto. Pero yo he tratado de hacer lo posible e imposible para que se sintiera orgulloso de mí, para que me quisiera. He sido obediente, estudiosa, disciplinada… Nada le complació jamás, nada estaba a la altura ¿Qué más quiere? Si hasta creo que me enamoré de Pedro por el parecido físico con él.
Siempre evitaba sacar esta conversación, porque, al final, acababa embargada por el llanto. Sherezade adoraba a su padre desde niña, pero en vista del rechazo, ese amor se transformó en rabia contenida y en rebeldía. No recordaba que este le hubiese dado un beso nunca, ni de pequeña, y ese desapego se agravó mucho más tras la muerte de su madre. Cuando regresó al pueblo, se olvidó de su única hija. No quiso viajar ni para conocer a sus nietos. Así que ella, tras subir un par de veces, y caer ante la evidencia de que el padre no la quería allí, guardó el dolor en lo más profundo del corazón, y decidió no volver a verlo.
Alguna vez lo llamaba, de ellas, alguna él contestaba al teléfono, otras ni eso.
Sherezade se cansó de buscar explicaciones y de ir al psicólogo. No lograba entender ese comportamiento. Sabía que, de alguna forma, su padre la quería. Jamás le había faltado de nada, e incluso de mayor, cada cierto tiempo depositaba en su cuenta una suculenta cantidad económica. Sin embargo, no entendía tanta frialdad. No se lo explicaba, por mucho que el carácter fuera el típico de un hombre aguerrido del norte.
El sonido neumático de las puertas del tren justo antes de cerrarse, hizo que abandonara mis pensamientos. Mi amiga, con voz melosa, continuaba la conversación con Pedro. Dejé que mi mirada vagara por el interior del vagón. Se detuvo en una pareja joven con un niño pequeño. Él lo llevaba sobre el regazo, y ella los contemplaba a ambos con los ojos henchidos de amor. Aparté la mirada: me hacía demasiado daño ver ese tipo de felicidad en los demás.
—¡Qué pesado es! —Sherezade me miró con cara de hastío. Guardó el móvil en el bolso y sacó su abanico.
—Pero, si…
Decidí no terminar la frase. Aunque su actitud me pareció de lo más falsa. Sin embargo, como la quería, no la juzgué, imaginé que dicha expresión guardaba un trasfondo que yo desconocía.
—Ade, ¿te pareces a tu padre o a tu madre?
Rio.
—¿A qué viene ese ahora?
—No sé… Te estaba observando y me he acordado de la foto de ellos que me enseñaste una vez.
—Pues, la verdad es que no lo sé, Cati. Desde luego a mi padre no.
El tren se detuvo en la estación de Cantaelgallo, en Dos Hermanas.
—¡Me encanta esta ciudad! —dijo soltando un suspiro.
—Sí, está muy bien.
—Lo cierto es que odio Utrera. Preferiría vivir en cualquier sitio antes que allí.
—¿No habéis pensado en mudaros ahora que vuestros hijos ya no están?
—¡Mudarnos! Pedro preferiría antes que le arrancaran la piel a tiras.


15 de marzo 2013, 00:26